Hoy hace 23 días que estamos confinados.
Los días pasan rápido, sobretodo a estas alturas. Al principio no. Eran lentos, y la sensación era de transitoriedad. Como si en un par de días todo iba a volver a la normalidad. Con el paso de los días, lo de la normalidad ha ido quedándose lejano, como si la normalidad fuese lo que nos ha llevado hasta esta inesperada situación, como si eso de volver a ella fuese descabellado o imprudente. La normalidad es el problema, dicen. Ya no se que es lo normal. La vida que vivía antes del confinamiento me parece de película de ciencia ficción, lo de ahora me parece más la vida. Sentir el peso de la existencia más ligero, sin planes, sin futuro. Solo hoy. Qué comeremos hoy, el silencio, comer tres en una mesa sin hablar, solo comer. Ver el sol por la mañana y alegrarse porqué unos días atrás llovió sin cesar y entonces se veía la lluvia todo el día, si al menos saliese el sol. Y sale el sol, y el cielo luce un increíble azul limpio y marino. Vivir así, sin prisa, sin llegar tarde a ningún lado, sin lunes y sin domingos. Sin tiempo. Los días se definen por las noches. Y después de muchos ciclos sol y luna, parece que se mezcla lo de hoy y lo de ayer, desdibujando los límites cuadriculados que nos hacen pensar en la vida como un suceso de hechos cronológicos, uno después de otro.
Así que después de veintitrés días confinados, ya no hay tiempo, solo espacio. Ya no hay lucha, hay aceptación. Sin saber ni cuando será, ni cómo, ni que habrá después de todo esto, sin saberlo voy viviendo. Sin más. Y cada cosa linda y pequeña, me parece gigante y me hace feliz quizás de una forma muy desproporcionada.
Miro a mi hijo, cada día, absolutamente cada día, maravillada. Alucinada. Su estar presente al cien por cien sin que exista otra opción que esta, es la maestría de la vida.
Mi menstruación se retrasa por primera vez más de cinco días, y siento que se sincroniza con la luna llena, la naturaleza gana espacio, vuelve poco a poco a regir los ciclos, se sana, y todos nos sanamos hoy con ella.
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